lunes, 24 de enero de 2011

Elogio de la quinceañera II

Diabólicos saludos, amigo lector.  Es hora de continuar la exposición sobre la quinceañera y sobre su efímera celebración (casi que no).  Después del cambio de zapatilla, con algunos cambios dependiendo de la agasajada pero eso sí antes del brindis, se encuentra el momento de la entrega de las rosas: quince rosas en una serie de paseo de flores que le entrega la corte a la quinceañera con el único fin aparente de cubrir su cara de besos y baba porque no creo que necesite un recordatorio perecedero de los años que ya pasaron (o tal vez ese es el fin, recordar que los años perecen igual que una flor) y la razón por la cual hay fiesta y vals y francachela y comilona. 

Antes del pastel y luego del vals sucede el brindis.  Aquí los orgullosos (¿de qué?) padres de la muchachita agradecen su existencia y bla bla bla... lágrimas, sollozos, voz entrecortada: "¡Oh por Dios! ¡mi niña creció!" (y posiblemente se embarace en un mes) y reconocen la presencia de los demás invitados en tan emotiva celebración.  La susodicha vestida como un ponqué trata de agradecer (a veces, porque en otros casos le puede importar un rábano) balbuceando algunas palabras que, en muchos casos, no alcanza ni a ser una oración en donde excusa su falta de elocuencia con timidez y el resto de los convidados le alaban su falla confundiendo sentimientos de vergüenza ajena con ternura.

El tiempo del ponqué es igual que en cualquier otra fiesta, lo interesante aquí es que la quinceañera muy pocas veces es capaz de disfrutar de su propio pastel pues es el momento en que debe tomarse fotos con los invitados que sí están comiendo o simplemente el corsé del vestido no deja que coma porque le queda tan ajustado que cualquier intento de movimiento en la zona torácica puede ser fatal.  O por el contrario tenemos el caso de la jovencita "colombina", cuerpo de palito y sólo cabeza, que no come nada de harina porque se engorda y menos si tiene azúcar porque le da algún mal que no es diabetes. 

Baile viene y va y entonces la juventud enloquece y obliga a los invitados a ver esa forma particular de baile que premia al personaje que se muestre más atrevido del grupo de púberes donde con aullidos muestran su aprobación frente a lo que sucede.  Incluso, los más adultos tratan de imitar esos comportamientos pero quedan viéndose, de alguna forma, ridículos al tratar de revivir cierta juventud que ya pasó y no volverá. Y lo peor, los niños que siempre van a las fiestas tratan de bailar dando vueltas y moviendo los pies torpemente animados por adultos que se conmueven ante los movimientos cerriles de los infantes.

El momento de la comida depende de si es un buffet o hay meseros, en todo caso la quinceañera trata de como sea, ubicarse en la mesa con sus amigos así tenga que sacar a alguien más de esa mesa mientras sus padres tratan de no sentirse solos en la mesa principal o tratan al menos de sentarse porque corren de aquí para allá repartiendo, saludando o persiguiendo al personal de servicio para que las cosas salgan como deben o como quieren.  A veces, la susodicha ni come porque no quieren que la vean o filmen comer o simplemente aprovecha para saludar a otros invitados o cambiarse el vestido tipo princesa y ponerse el vestido de baile que, generalmente, es muchísimo más corto y menos elaborado pues pareciera que estuviera diseñado sólo para cubrir las partes pudorosas. 

Luego de la comida, llega un momento no sé si influido por la invasión costeña en esta ciudad o por el afán de innovación y mal gusto o simplemente por el afán de relajarse y salir de la rutina llamado "La hora loca" en donde se entregan máscaras y pelucas y gorros, se forma una algarabía para que se muestren movimientos aún más obscenos y aún más ruido y se desfogue el poco de energía que se ganó con la comida o el ponqué.  Este momento debe ser el más esperado pues la pista de baile o lo que haya parecido se llena con todos, desde ancianos hasta niños (aunque casi no porque terminan pateándolos o están más ocupados persiguiéndose entre ellos) porque los niños también van a una fiesta de quinceañera -culpa de los padres, creo yo- y terminan todos sudados y malolientes listos para devolverse a sus casas o a seguir la fiesta en la casa de alguien más (no sabemos qué tipo de fiesta y no me incumbe en esta publicación.

Pasada la fiesta comienza o se desarrolla totalmente un esbirro maniático con olor a cereza y chicle que enloquece a los padres y familiares pero que alienta a los esbirros masculinos y femeninos a mantenerse cerca de ella.  Es fácil reconocerla, todas lo hemos sido o lo van a ser, no hay que fijarse en los detalles, lo único que puedo decir ante esto es que los demonios nos guarden y nos ayuden a disfrutar de tan singular espectáculo.